Zóbel y su círculo

Quienes piensan que Fernando Zóbel fue un gran pintor, de espíritu oriental pero de formación occidental, con un estilo muy definido y particular, único y especialmente bello, están en lo cierto.

                Aunque personalmente no llegué a conocerle, mi amor al arte abstracto procede de un reportaje proyectado por NODO, dedicado a nuestro genial artista, en el que se veía cómo trabajaba. Partiendo de un paisaje figurativo, componía un segundo, un tercero, un cuarto cuadro…, en los que iba descomponiendo progresivamente los elementos del mismo, eligiendo parte de su estructura y de su impronta cromática, hasta que, al final, daba a la luz una obra completamente abstracta que conservaba la esencia del paisaje original. Dicho con otras palabras, la realidad externa sólo le interesaba como pretexto o, dicho en sentido figurado, como pre-texto.

                Decía Saura que, en los cuadros, con frecuencia, pueden advertise, si bien se miran, lo que él llamaba “faltas de ortografía” y es que algo de escritura tiene el arte de pintar. He de confesar que desde hace más de tres décadas he sentido especial fascinación por la caligrafía de los buenos pintores (Saura, Chillida, Tapies, Bonifacio, Pagola…, y es que percibo esos sutiles puentes entre el dibujo, el trazo pictórico y la letra. Tal vez esto tenga que ver con la afirmación de Manolo Valdés quien dice procurar, cada vez que mira un cuadro, llevarse su botín. Efectivamente, el quehacer pictórico tiene algo de literatura, de filosofía, de geografía, de música, de historia…, además de lo técnico; pues bien, precisamente eso que no vemos, lo escondido, lo recóndito, lo sublime, lo esencial, eso es el Arte. 

                Zóbel ha sido, en este sentido, el máximo exponente de lo que podríamos llamar la “abstracción poética”, un campo donde el lirismo, siendo fruto de una manera de hacer eminentemente intelectual, es, al mismo tiempo, muy técnica, y, en cierto modo, trascendente.

                No ha habido artistas de su generación que hayan escalado tanto y tan alto en busca de lo sublime. Esa lucha interna dio lugar a un lenguaje extraordinariamente personal, inconfundible, tal vez en ello radique el general aprecio de que goza en todo el mundo, de Oriente a Occidente.

Zóbel fue, pictóricamente hablando, un místico, un místico que siguió su camino por la vía ascética de la estética. Su proceso creativo es puro combate, un esfuerzo imponente de desprendimiento de lo accesorio, de lo prescindible, de lo molesto…, precisamente en esa lucha interna de lograr la inmaterial esencia de las cosas. A diferencia del arte tradicional, que tuvo la realidad plástica como referente principal del quehacer artístico, Zóbel busca pintar la esencia escondida de las cosas, del paisaje, de las personas. No nos debe extrañar, por esto, que fuera tan respetado y querido por todos los pintores de su generación -fenómeno harto infrecuente-; tampoco, el que haya conseguido un incontestable y unánime reconocimiento internacional. Cabría decir que todo museo de arte moderno que se precie cuenta con alguna obra suya y que, por lo mismo, en el que falta un Zóbel parece inacabado, provisional, pesado.

                Con todo, esto sólo da fe de una parte pequeña de su personalidad. D. Fernando ha sido, sin duda, el último -tal vez el único o, al menos, el mejor- exponente de una especie típica del Renacimiento que ha vivido el siglo XX. Coleccionista, mecenas, editor, profesor…, fue, además, cultivador de otras artes, como la poesía, el pensamiento estético o la música; viajero por otro lado infatigable. Su paso por este mundo fue un recorrido constante en el que mostraba interés por todo lo hermoso y bello: desde una estructura arquitectónica abandonada y perdida en un paisaje, hasta la gracia de los niños jugando al fútbol o montando en bicicleta; desde las escrituras orientales a lo más popular de la inmortal Castilla; él veía la belleza en la siempre sorprendente Semana Santa, en las cuestas empinadas, pedregosas y a la vez embarradas de la ciudad antigua, donde el asno cargado de leña -o con cántaros de agua- subía y bajaba a hacer su faena, o en la magia que, por sí misma, tiene la flauta travesera.

                Además de fundador del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, primer museo que se hace en España con una filosofía absolutamente universal (lo suscribió a todas las revistas de arte del mundo), internacionalizó Cuenca para siempre. A partir, sobre todo, de su inauguración, se convirtió en polo de atracción para todo artista que quisiera ser tenido como tal. Nadie que quisiera ser pintor en España podía prescindir de su paso por Cuenca para “beber” de su Museo; ello implicaba, asimismo, conocer al propio Zóbel y convivir con él, adentrarse en el ambiente extraordinariamente cultural que en la acrópolis castellana se respiraba entonces, ambiente sólo comparable al de París.

                Su don de gentes, su universal figura, su afabilidad, hicieron que en torno suyo crecieran y nacieran vocaciones pictóricas y artísticas a las que siempre ayudó en todo lo que pudo. Su generosidad era de tal magnitud que ora regalaba la maquinaria necesaria para que un joven artesano pudiera montar en Cuenca una fábrica de papel para pintores y estampadores, ora regalaba el mejor equipo de fotografía que a la sazón había para quien quería hacer de aquélla su modus vivendi, poniéndola al servicio de los pintores que, al exponer en las nacientes galerías, deseaban reproducir sus mejores obras en los humildes catálogos de la época.

                Ese mecenazgo le llevó asimismo, en el empeño de difundir la belleza del arte moderno, a comprar un magnífico tórculo a través del cual muchos artistas comenzaron su aventura en la estampación de gráfica y, en torno al museo, comenzaron a fundarse talleres de serigrafía, xilografía, grabado y litografía. El museo no paraba de editar y de poner a la venta obra gráfica de producción propia para hacer accesible a todos los públicos diferentes discursos expresivos de las nuevas estéticas.

                Al amparo de su personalidad y de su actividad crecieron -o granaron- como artistas gentes de la talla de Antonio Lorenzo, Adrián Moya, Bonifacio, Moset, Ángel Cruz, Simeón Saiz Ruiz, etc., pero, como decía antes, forzosamente habrían de pasar por Cuenca otros de enorme talla; unos más conocidos como Guerrero, Millares, Mompó, Luis Muro, Sempere… y otros más jóvenes como los Eva Lootz, Monir, Mitsuo Miura, etc. A esta amplia lista hay que añadir dos nuevos grupos de nombres ilustres: por un lado, aquellos artistas que ya estaban allí, tal como Saura o Torner, y una generación de jóvenes que bebieron de las mejores fuentes existentes en Europa, quienes se vieron de algún modo “embarcados” -o “embaucados”- por la magia del extraordinario ambiente cultural que Zóbel creó.

                Unos eran conquenses, como Luis Buendía, Óscar Lagunas, José María Lillo, Moset, Adrián Moya, Simeón o Zapata; otros “enconquensados”, como el citado Bonifacio, Javier Florén -en este caso escultor- o Pagola. Todos ellos, sin ser estrictamente discípulos suyos, nacieron, crecieron y maduraron alimentándose de la figura y de la estética de Zóbel así como de lo mejor del Arte abstracto español, también de las vanguardias que ahora llamamos clásicas, en donde competían el arte conceptual y la poesía visual, el expresionismo o el constructivismo.

                Todos los pintores citados tuvieron cosas que decir, todos ellos gozaron de la oportunidad de ver trabajar a Zóbel, unas veces en su estudio, otras tomando notas del natural; todos aprendieron muchísimo de él en torno a los colores, el pensamiento estético, las vanguardias, la necesidad de lograr su propio lenguaje estético…, todos ellos crecieron bajo la sombra sabia y protectora del gran mecenas, del gran agitador, del profundo gigante.

                Zóbel fue precisamente eso: un gigante, un hombre extraordinario, inigualable, porque a su grandeza personal había que unir su experiencia americana, su cosmopolitismo, sus profundas raíces orientales, su vasta cultura. Se comprende perfectamente que su figura fuera irrepetible y, como irrepetible que fue, no ha encontrado el mundo alguien como él que dejara huellas tan notables.

Descansan sus cenizas en un cementerio de artistas que mira a la hoz del Júcar, donde la ciudad ha dejado de serlo; allí, con los aires de la sierra, las lluvias, y la sucesión de las diferentes estaciones va haciéndose cada vez más vital la necesidad del constante recuerdo.

Decía Saura que la historia pasaba una especie de escoba que todo lo barría, todo menos a los grandes hombres, a los que consiguieron hacer ARTE con mayúsculas. Pues bien, en esa nómina de supervivientes, quedará, sin duda alguna, nuestro siempre admirado don Fernando, cuya sonrisa, cuya pose -tranquila y sosegada-, cuya personal estética y cuya huella, son y serán absolutamente inmarcesibles.                                                                                           

Santiago Catalá

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