MANUEL TERÁN
Especulaciones sobre el realismo metapictórico de Manuel Terán.
Fernando Castro Flórez.
“No olvidemos que detrás de la simulación de lo real está la realidad de la pintura de la pintura, que nunca escapa a su sombra”.
Más allá de los discursos funerarios (valdría decir mejor notariales) o literalmente reaccionarios (anclados en una “originariedad” de una cierta práctica artística), es oportuno recordar la idea de John Berger de que la pintura es una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente apareciendo y desapareciendo: “posiblemente, sin la desaparición no existiría el impulso de pintar; pues entonces lo visible poseería la seguridad, la permanencia que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad”[2]. La corporeidad de la pintura tiene un potencial expresivo difícilmente parangonable, de la misma forma que la red de representaciones mantiene la capacidad de persuasión[3], en un mundo narcotizado, lamentablemente, por la literalidad del reality show y entregado a las estrategias “estéticas” de la parodia y el pastiche que configuran una empantanada cultura de la réplica[4]. Tal vez, frente al regodeo en lo banal propio de la “viralización contemporánea” (una combinación tóxica de fake news y un sedentarismo pseudo-conectivo en el modo del “filtro burbuja”), sea apostar por una dimensión densa y contemplativa de la cultura, como sucede en el caso del pintor chileno, afincado desde hace años en España, Manuel Terán que tiene una fe absoluta en la pintura como arte simbólico[5].
Uno de los dominios artístico-estilísticos que plantea, en principio, más problemas a la actitud crítica es el realismo, con el que parece como si la estética actual no fuera capaz de enfrentarse. El discurso apologético impresionistas y, en muchos sentidos, pre-teórico que suele acompañar al realismo y las diatribas lanzadas desde múltiples posiciones convierten a esas manifestaciones en un terreno casi prohibido del que apenas se han realizado cartografías conceptuales apropiadas.
Precisamente es la situación posthistórica, esto es, el momento en el que los Grandes Relatos han entrado crisis, la condición para sacar al realismo de su rara “marginalidad”. Curiosamente, en el último capítulo de su libro Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Arthur C. Danto habla de una carta que recibió no hace mucho tiempo que tenía mucha importancia en relación con el tema de las modalidades de la historia en la pintura y también con la forma en la que el arte contemporáneo se resolvía como comedia: “Quien la escribir [la carta] menciona el hecho de que vio algunas obras de Rembrandt en cierto momento de su vida, obras que lo inspiraron profundamente. Aludía que en “en el autorretrato y en el Rabino se refleja una noble humanidad dignificada que trasciende su propia época y la nuestra, humanidad manifestada desde el interior de una rica matriz de pintura aplicada con la mayor inteligencia”. Resolvió, basándose en esa “epifanía”, entregarse él mismo al estudio de la pintura y puedo inferir que tuvo éxito en “pintar como Rembrandt” por lo menos al grado que puede esa obra, desde su punto de vista, “resistir cualquier prueba razonable de calidad”. A pesar de ello, un curador de arte contemporáneo de un gran museo afirmó que su pintura “no era de nuestro tiempo”. El artista estaba genuinamente confundido por esto, especialmente teniendo en cuenta el hecho de que el mundo del arte se supone tan abierto. Y habiendo leído mis escritos apeló a mí para responder a su pregunta: “¿Será lo único prohibido el arte apreciado por criterios tradicionales, o sea, el tipo de arte que de hecho la mayoría todavía prefiere?”. Esta pregunta me causó tal impacto que intenté contestarla lo mejor que pude…”[6]. La verdad sea dicha Danto relata mejor el impacto de la pregunta que desarrolla la respuesta cuando termina por decir que ese “arte del pasado” solo funciona cuando se menciona (en terminología wittgensteiniana) y no cuando se usa.
Pedro Alberto Cruz ha sabido desentrañar el vínculo del nuevo realismo con una época extremadamente compleja[7], sin tener una visión de la realidad como aquello que cualquiera reconoce[8], tomando en cuenta que el mundo verdadero fabulizado desde Nietzsche está sometido a la labor incesante de la interpretación o que, en términos psicoanalíticos, lo real es eso que escapa a toda simbolización[9]. Para Gombrich, la ilusión es un proceso que opera no sólo en la representación visual, sino en toda percepción sensible como un proceso realmente crucial para las posibilidades de supervivencia de cualquier organismo. El objeto de la visión está construido por una atención deliberada a un conjunto selectivo de indicios que pueden reunirse en percepciones dotadas de significado. En suma, la similitud de las imágenes (los objetos representados) con los objetos reales, que es el centro de toda teoría del realismo pictórico, es transferida desde la representación al juicio del espectador, un argumento circular que requiere, como ya señalara Joel Snyder de “patrones de verdad” (culturalmente definidos), lo que supondría aceptar una teoría pictórica de la visión, tal y como hiciera Alberti en su clásico tratado De pintura. La idea de verdad está inscrita en lo que Gadamer llama la estructura prejuiciosa de la comprensión, un juego de interpretaciones en el que se construyen “formas de vida”.
“La desintegración del signo –que parece ser el gran asunto de la modernidad- está ciertamente presente en la empresa realista, pero de una manera en cierto modo regresiva, ya que se hace en nombre de una plenitud referencial, mientras que, hoy en día, se trata de lo contrario, de vaciar el signo y de hacer retroceder infinitamente su objeto hasta poner en cuestión, de una manera radical, la estética secular de la “representación””[10]. Debemos tener en cuenta que la descripción, entendida en la situación contemporánea, supone un copiar lo que ya está copiado, una travesía entre los simulacros y la vertiginosa expansión de una cartografía fotográfica, de ese impulso a “captar el momento”. “Toda descripción literaria –apunta Barthes- es una vista. Se diría que el enunciador, antes de escribir, se aposta en la ventana, no tanto para ver bien como para fundar lo que ve por su propio marco: el hueco hace el espectáculo. Describir es por lo tanto colocar el marco vacío que el autor realista siempre lleva consigo (aún más importante que su caballete) delante de una colección o de un conjunto de objetos que, sin esta operación maníaca (que podría hacer reír como un gag) serían inaccesibles a la palabra; para poder hablar de ello es necesario que el escritor, por medio de un rito inicial, transforme primeramente lo “real” en objeto pintado [peint] (enmarcado), después de lo cual puede descolgar ese objeto, sacarlo de su pintura; en una palabra, describirlo [dépeindre] (describir es desenrollar el tapiz de los códigos, es remitir un código a otro y no de un lenguaje a un referente). Así, el realismo (bien o mal denominado y en cualquier caso a menudo mal interpretado) no consiste en copiar lo real, sino en copiar una copia (pintada) de lo real: ese famoso real, como si obrase bajo el efecto de un temor que prohibiese tocarlo directamente, ese enviado más lejos, diferido, o por lo menos aprehendido a través de una ganga pictórica con que se le recubre antes de someterlo a la palabra: código sobre código, dice el realismo”[11]. En cierto sentido, el realismo nos permite comprender que lo verdadero no posee una naturaleza metafísica o lógica, sino retórica, lo que permite desplegar, una cartografía o, mejor, tropología de la pintura contemporánea, incluyendo el realismo, tomando como punto de partida la función estética de la descripción.
“Los cuadros de Terán –apunta Jorge Ruiz Abánades-, por más que caigan dentro del llamado “realismo”, lo que muestran no es exactamente la realidad”[12]. En ellos se produce una estilización extraordinaria de lo que vemos. Para este artista dotado de un gran dominio del dibujo, lo que importa es cómo está pintado el cuadro[13], aunque también es evidente que quiere ofrecer sus particulares lecturas de la tradición artísticas. Así, tras realizar unas series magistrales de vistas de ciudades, ha emprendido una revisión de los grandes maestros, prestando una especial atención al arte de vanguardia y al contemporáneo. Así rinde fervoroso tributo a los siguientes artistas: Francis Bacon, Banksy, Chagall, Dubuffet, Fontana, Goya, Lucian Freud, Keith Haring, Hockney, Robert Indiana, Jasper Johns, Yves Klein, Kusama, Velázquez, Lichenstein, Magritte, Matta, Miró, Picasso, Pollock, Sorolla o Warhol, pero también las “genias” a las que rendirá cumplido homenaje: Georgia O´Keeffe, Frida Khalo, Tamara de Lempicka, María Blanchard, Ángeles Santos, de nuevo Kusama, Mary Cassat, Louise Bourgeois, Hilma af Klint, Sonia Delaunay, Maruja Mallo o Remedios Varo[14]. Esta es una lista ciertamente heterogénea que revela la apertura de miras de Terán[15]; para él no se trata de monumentalizar el pasado y, mucho menos, de pretender volver a una edad de oro del arte[16]. Su actitud conceptual es, en cierto sentido, intempestiva (en clave nietzscheana) buscando un rendimiento vital de lo acontecido, introduciendo sus peculiares claves de lectura en la tradición, sin perder de vista las condiciones del presente.
Es preciso, por supuesto, tomar conciencia del paradigma simulácrico, sin que esto suponga, a la manera de las tematizaciones de Baudrillard, un partir del signo como reversión y eliminación de toda referencia, esto es, una llegada a un momento en el cual la imagen ya no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro[17]. En muchos casos el realismo recurre al trompe-l´oeil no para confundirse con lo real, sino para producir un simulacro con plena conciencia del juego y del artificio: sobrepasar el efecto de lo real para sembrar la duda[18]. El trampantojo nos lleva tanto a los placeres del parecido cuanto a la conciencia de que lo idéntico tiene múltiples diferencias, esto es, de que la lógica de la mirada descubre, en el espacio del deseo, lo disimétrico: “Desde un principio, en la dialéctica del ojo y de la mirada vemos que no hay coincidencia alguna, sino un verdadero efecto de señuelo. Cuando en el amor, pido una mirada, es algo intrínsecamente insatisfactorio y que siempre falla porque –Nunca me miras desde donde yo te veo. A la inversa, lo que miro nunca es lo que quiero ver. Y dígase lo que se diga, la relación entre el pintor y el aficionado […] es un juego, un juego de trompe-l´oeil: un juego para engañar algo”[19]. Estrategia del engaño o de la seducción, el arte mantiene una distancia con lo “real”, es ese cristal, del que hablara Ortega en la deshumanización del arte que nos permite activar la irrealización. Si, como acabo de señalar, debemos tener presente al simulacro también es decisivo reparar en que el impulso deconstructivo es característico del arte postmoderno en general y debe distinguirse, según advirtiera Craig Owens, de la tendencia autocrítica del modernismo; la teoría modernista presupone que la mimesis, la adecuación de una imagen a su referente, puede ponerse entre paréntesis o suspenderse, y que el objeto de arte en sí puede ser sustituido (metafóricamente) por su referente. El postmodernismo ni pone entre paréntesis ni suspende el referente, sino que trabaja para problematizar la actividad de la referencia[20], para teatralizar la representación. “Hoy día los códigos de representación estallan a favor de un espacio múltiple cuyo modelo ya no puede ser la pintura (el “cuadro”) sino que sería más bien el teatro (la escena), como lo había anunciado, o al menos deseado, Mallarmé”[21]. Por ejemplo, en la práctica de la apropiación (característica del arte norteamericano de finales de los años ochenta) se asumen, consciente o inconscientemente, posiciones cercanas a lo escenográfico, pero también frente a las descripciones formales-topográficas del arte moderno, surge un interés por lo estratigráfico: “Esos procedimientos de cita, extracto, encuadre y escenificación […] exigen el descubrimiento de estratos de representación. No hace falta decir que no buscamos fuentes u orígenes, sino estructuras de significación: debajo de cada imagen hay siempre otra imagen”[22].
Kracauer señaló que nunca ha habido una época tan informada sobre sí misma, gracias a la fotografía, aunque propiamente ese aluvión de fotos e imágenes hiperrealistas derrumba los diques de la memoria y así “nunca ha habido un periodo que supiera tan poco de sí mismo”. Vivimos en el tiempo de la atrofia de la experiencia (extendiéndose el imperio de la amnesia) y, por ello, sufrimos una especie de desgarro epidérmico en el que todo queda reducido a nada. En Más allá del principio del placer, advierte Freud que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como un teatro de la muerte. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado “de ese desmembramiento surge la presencia de una reminiscencia”[23]. Si duda, la fotografía (que tanta importancia tiene como espejo problemático en el que se reflejan algunas formas del “realismo”) ha terminado por ser el terreno de sedimentación de toda clase de experiencias, aunque también ha conseguido liberarse de una determinación referencial, como si únicamente fuera una marca testimonial, la huella de algo que ha sido. Hemos asistido, en la última década, a un intenso fenómeno de teatralización o devenir pictórico de la fotografía que ha sido interpretada como fenómeno de producción de la realidad: “La fotografía, siempre situada entre las bellas artes y los medios de comunicación, es la herramienta privilegiada de una exigencia de realismo que no puede satisfacerse con una producción de objetos autónomos, ni tampoco con la reproducción, por muy distancia y crítica que sea, de imágenes preexistentes. A través de la reactualización del modelo de la reproducción, como norma artística de una descripción llamada “realista”, la cuestión de lo “real” es lo que se ha actualizado, puesto al día y restituido a la experiencia del que mira”[24]. Como apunta Jorge Ruiz Abanades, la pintura de Manuel Terán genera una enorme admiración por su parecido fotográfico[25], aunque en todo momento la “textura” de sus obras subraya su condición metapictórica.
En el realismo se abre una importante vivencia de la visión, en el territorio complejo del realismo figurativo puede aparecer aquella “felicidad intemporal de la visión” de la que hablara Aldus Huxley, como apertura de un lugar de contemplación subjetiva en el que intervienen tanto la ensoñación cuanto el reconocimiento de formas[26]. Volviendo a Gombrich podemos recordar que para él pintar es una polémica activa con el mundo y así el artista antes verá lo que pinta que pintará lo que ve. Una vez más el pintor impone sus leyes, contemplando la realidad como pintura[27]. Lejos del literalismo hegemónico y de la moda “híbrida”, podemos señalar que hay razones para establecer una confianza básica en la potencia de lo pictórico; precisamente cuando la trasgresión está completamente retorizada, es necesario encontrar nuevos intersticios, superar los tópicos que de una forma maniquea o pseudo-evolutiva piensan que ciertos lenguajes, como el de la pintura, están periclitados. Puede que sea la pintura misma ese último refugio del mito estético de la individualidad, una herramienta válida para deconstruir o, mejor, desmantelar, las ilusiones del presente: “Puesto que la pintura está íntimamente vinculada a la ilusión, ¿qué mejor vehículo puede haber para la subversión?”[28]. Novalis decía que el artista es realmente un observador auténtico, alguien que adivina la significación y se dedica a presentir y retener lo que es importante en la fugaz y singular mezcla de fenómenos.
Como adecuadamente indica Jorge Ruiz Abánades, la pintura de Terán se caracteriza por la generación de lo que llama “un espacio atmosférico”[29], con sutiles contrastes y difuminados. Este artista chileno utiliza medios tonos cromáticos, demostrando una gran mesura, utilizando pinceladas gráciles que no son nada homogéneas, sin dejar nunca de lado su profunda pasión por el color que enlaza con el impresionismo y la luminosidad de Sorolla. Pero también un maestro de la sombra que ha sido capaz de atravesar la “fantasía” de la superficie monocromática, como ha demostrado en su ejemplar versión de Lucio Fontana: la desgarradura se convierte en trampantojo, la herida del lienzo en ilusión compuesta con la sombra[30].
“No estamos experimentando la realidad definitiva: lo “real” está latente durante toda la vida, pero no lo vemos. Lo confundimos con un montón de cosas distintas. El miedo consiste en no ver todo el conjunto; si pudiéramos llegar a verlo todo, el miedo desaparecería”[31]. La banalidad está hoy sacralizada, cuando, parodiando a Barthes se llega al grado xerox de la cultura; el arte está arrojado a la pseudorritualidad del suicidio, una simulación vergonzante en la que lo absurdo aumenta su escala[32]. Faltando el drama nos divertimos con la perversión del sentido: las formas de la referencialidad tienen una cualidad abismal, como si el único terreno que conociéramos fuera la ciénaga. Después de lo sublime heroico y de la ortodoxia del trauma, aparecería el éxtasis de los sepultureros o, en otros términos, una simulación de tercer grado. Estamos fascinados por el tiempo real y, sin duda, las estrategias de mediación sacan partido de ello dando rienda suelta a lo obsceno, siendo la sombra de esos desvelamientos la evidente rehabilitación del kitsch. Estamos entrando, en el arte actual, en lo que denominaré una completa literalidad, donde de nada se te dispensa. Me refiero a ese tipo de narrativa en la que si se nombra el accidente hay que pasar, inmediatamente, a la fenomenología de las vísceras, acercar la mirada hasta que sintamos la extrema repugnancia, si de caspa se trata tendremos que soportar la urgencia de quitarnos la que se nos acumula en la chaqueta y, por supuesto, si aparece, en cualquiera de sus formas, el deseo (en plena “sexualización del arte”), habrá que contar con la obscenidad que nos corresponde. “Poner nuestra mirada al desnudo, ése es el efecto de la literalidad”[33]. Cuando la contracultura es, meramente, testimonial (o mala digestión, sarcasmo vandálico en el hackerismo) y la nevera museística ha congelado todo aquello que, en apariencia, se le oponía[34], parece como si fuera necesario deslizarse hacia un realismo problemático (donde se mezcla el sociologismo con las formulaciones casi hegemónicas de lo abyecto), más que en las pautas del rococó subvertido que establecieran las instalaciones, hoy por hoy, materia prima de la rutina estética, en un despliegue desconocido de las tácticas del reciclaje.
El Tributo a los genios no es tanto una “apropiación indebida”[35] cuanto una serie de singulares lecturas que revela una actitud admirativa. Como apunta Castro Borrego, en estos cuadros de Terán hay una vinculación con la estética apropiacionista[36], sin que sean en ningún caso un plagio[37] de las obras de los grandes maestros: “no “copia” tales cuadros usando las técnicas y estilos de aquellos, sino usando las suyas propias, esto es, traduciendo las obras a su peculiar “realismo””[38]. Terán está dejando huellas claras de su amor por la pintura, traduciendo a su lenguaje a granes artistas, citando, pero también desplazando lo visto. Sus “tributos” son “retratos de pinturas”, un ingenioso juego de espejos, una mise en abyme. No quiere repetir los gestos o el estilo original[39] sino entonar con su propia “voz” lo que ha visto. Por ejemplo, cuando retoma a Bacon representa los botes de pintura llenos de pinceles, la niña del globo-corazón de Banksy es un póster que cuelga en el pasillo de una casa en la que vemos un trozo de un cuerpo femenino desnudo en otra estancia, una obra de Dubuffet está instalada delante de una marina en una habitación en la que una bella joven lanza una mirada por una cristalera, un grafitti de Haring regresa a la calle, una piscina de Hockney tiene al modelo “pegado” en una reduplicación del espacio de la representación, en un juego metalingüístico que se acentúa en la versión de Lichtenstein del retrato de Dora Maar de Picasso. En el realismo especular y especulativo de las “versiones” de Terán se consigue ir más allá del virtuosismo para plantear una meditación sobre lo que vemos y lo que nos mira.
Los revolucionarios del siglo XIX, como Nikolai Cherenyshevsky, autor de Relaciones estéticas del arte y la realidad (1853) y de la novela favorita de Lenin ¿Qué hay que hacer? (1863), habían elevado el realismo en el arte a la categoría de principio moral: el deber del artista es interpretar, reflejar y cambiar la realidad. Ni Marx ni Engels describieron con detalle cuál sería el papel del arte en el proceso revolucionario, no especificaron los temas que debería plasmar el arte revolucionario, ni cómo ni a quién debería representar, aunque en sus observaciones ocasionales sobre el arte y la literatura del siglo XIX indicaban su preferencia por el realismo. “En un mundo –apunta Ernst Fisher- en donde la conciencia del hombre está en retraso respecto al ser de las cosas, en que el error de un cerebro electrónico, la más mínima falla mecánica, la tontería o la imprudencia del piloto de un bombardero pueden provocar catástrofes inimaginables, es menester más que nunca estar informado sobre la realidad. El lenguaje del periodista, el del propagandista, el del político no bastan para posibilitar una visión clara de la realidad y superar al mismo tiempo ese sentimiento de impotencia tan ampliamente extendido, para convencer a los hombres de que son capaces de transformar el curso del destino. Esta labor exige la intervención del artista, del poeta, del escritor, hace necesaria esa representación y evocación sugestivas de la realidad que constituye la naturaleza del arte”[40]. En una época marcada por la pasión de lo real,
la tarea necesaria para el arte no es meramente la de imitar lo que sucede sino tratar de ofrecer instancias críticas emancipadoras[41].
Manuel Terán pinta la pintura y, en cierto sentido, propone unas atmósferas de belleza que podrían funcionar como un contrapunto estético a la sordidez del presente. En la serie A propósito de la lluvia queda en el aire, nunca mejor dicho, el interrogante de si Manuel Terán pretende transmitir un pathos melancólico en esos cuadros[42]. Lo que vemos es siempre, desde su homenaje a las mujeres artistas[43] a las piezas sobre el cine, en la pintura de Terán es un extraordinario proceso de estilización[44].
“Antaño la fotografía daba testimonio, según Barthes, de algo que había estado allí y ya no estaba, por tanto de una ausencia definitiva cargada de nostalgia. Hoy la fotografía estaría más bien cargada de una nostalgia de la presencia, en el sentido de que sería el último testimonio de una presencia en directo del sujeto respecto del objeto, el desafío postrero al despliegue digital en imágenes de síntesis que nos espera. La relación de la imagen con su referente plantea numerosos problemas de representación. Pero cuando el referente ha desaparecido totalmente, cuando, por tanto, ya no cabe hablar propiamente de representación, cuando el objeto real se desvanece en la programación técnica de la imagen, cuando la imagen es puro artefacto, no refleja nada ni a nadie y ni siquiera pasa por la fase del negativo, ¿podemos hablar todavía de imagen? Nuestras imágenes no tardarán en dejar de serlo y el consumo en sí mismo pasará a ser virtual”[45]. La realidad no se apoya en una fantasía sino en una multitud inconsistente de fantasías, en esta multiplicidad que crea el efecto de densidad impenetrable que sentimos como aquello que pasa y permanece. Algunos piensan que sería posible llegar a un grado cero de la creatividad artística, presentada como “pura vida sin meditación estética”, sin embargo en nuestro mundo global, cuando el interlucio hiper-estilístico de la postmodernidad (aquella ironización de todas las cosas que partía de una sensación generalizada de desconfianza ante la gran lógica del consenso) es, valga la parodia hegeliana, cosa del pasado, se produce una suerte de actualización realista. Necesitamos del arte como un sismograma del presente, como un modo de dar cuenta de lo que nos pasa que no es, ni mucho menos, solamente una “textualidad” o un proceso reconstructivo. En una ocasión le preguntaron al escritor Vladimir Nabokov si en la vida le sorprendía algo, a lo que respondió que la maravilla de la conciencia, “esa ventana que repentinamente se abre a un paisaje soleado en plena noche del no ser”. Ciertas formas del arte tienen la capacidad de funcionar como ventanas de lo maravilloso; frente al regodeo en lo repugnante[46] surgirían obras capaces de trazar espacios y regalar representaciones donde el encuentro nos encuentra, marcando, alegóricamente, caminos que hacen que nos adentremos en lo que salva: la poesía.
En la impresionante serie Making-of, Manuel Terán da rienda suelta a su pasión pictórica por el cine. En los cuadros encontramos referencias a secuencias de 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick), Abre los ojos (Alejandro Amenábar), Metrópolis (Fritz Lang), Manhattan (Woody Allen), Psicosis (Alfred Hitchock), El Gran dictador (Charlie Chaplin), Eva al desnudo (Joseph L. Mankiewicz), La dolce vita (Federico Fellini), Viaje a la luna (Georges Méliès), Desayuno con diamantes (Blake Edwards), La tentación vive arriba (Billy Wilder), Y Dios creó a la mujer (Roger Vadim), Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick), El Padrino (Francis Ford Coppola), Los siete samuráis (Akira Kurosawa) y El viaje a ninguna parte (Fernando Fernán-Gómez). Conviene tener presente que el “protagonismo” de esos cuadros lo tiene la cámara, ese dispositivo de visión que nos lleva hasta la experiencia onírica y a encontrar meandros del deseo desconocidos.
Como bien apunta Fernando Castro Borrego, el secreto está en los detalles que Terán introduce en sus “homenajes”, funcionando como pistas o instrucciones que sugieren el significado de sus tributos. “Véase la relectura que hace del perro enterrado de Goya. Hay en este tributo un detalle que resulta enigmático: el manojo de llaves que alude a la Quinta del Sordo. Terán nos está diciendo que el perro no es otro que el propio Goya, puesto que las llaves son las de su casa. Al asociar la imagen del perro inmovilizado con las llaves de su casa, está planteando la idea de que las penas que padecen los seres humanos tienen que ver, acaso, con el hecho de que saben dónde están las llaves que pueden abrir la casa-cárcel que ellos mismos se han construido”[47]. No podemos olvidar que el buen dios está en los detalles[48], algo manifiesto en la pintura discreta y sutil de Manuel Terán. Puede que toda la estética de la punctualización realista y que la singularidad hermenéutica de este creador venga de un cuadro “invisible” como Las Meninas[49]. En las “especulaciones” y tributos de este pintor que domina a la perfección la técnica[50] lo que vemos es una incitación a seguir mirando con pasión el mundo del arte. El fondo especular refleja la pintura real.
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Licenciado en Bellas Artes. Universidad de Chile. Profesor de Pintura y Dibujo.
Licenciado en Bellas artes por la Universidad de Chile. Director de arte del proyecto INTACT, sus obras se han presentado en Museos y Centros de Arte e investigación de España, Francia , Canadá, Suecia, Uruguay, U.S.A , Ecuador, Chile, Italia, Portugal entre otros.
Su obra pictórica se encuentra en instituciones como el Museo de Semana Santa de Cuenca, el Seminario Pontificio Menor de Santiago de Chile o el Museo de Artes Visuales de Santiago. En el año 2013 es reconocido como uno de los 100 personajes latinos del año en Madrid.
En el año 2021 presenta “Tributo a los Genios” en la Casa Zavala, Fundación Antonio Saura de Cuenca y “Tributo a las Genias” en el Ateneo de Madrid.
Actualmente tiene su estudio en Madrid, donde sigue ampliando su serie mas reciente “Making-Of”.