Tributo a los genios, Manuel Terán

UN ARTE PARA EL FIN DEL ARTE. REFLEXIONES SOBRE LA PINTURA DE TERÁN

Fernando Castro Borrego

      Cuando en   1997  Arthur Danto formuló su famosa teoría sobre el arte después del fin del arte, que a su vez era un desarrollo de lo que sobre dicho tema había adelantado sumariamente Hegel en el siglo XIX,  la crítica pensó que se abrirían nuevas posibilidades de producir arte, cerrándose otras. En cualquier caso,  “después del fin del arte” se asumiría, a juicio de Danto, el hecho de que la pintura, tal y como la habíamos conocido, había periclitado. La categoría estética de lo nuevo pasaría a ser una manifestación del arte como concepto. Andy Warhol, uno de los artistas tomados como  referente por Danto empezó a ser valorado como un artista afín a la tendencia conceptual,  aunque fuera pintor. Pintaba iconos que tenían como referente único los signos de la sociedad de consumo y la cultura de masas. El sujeto creador, Andy Warhol en este caso, quedaba eclipsado voluntariamente detrás de sus iconos. 

    En su serie Tributo a los genios Terán plantea otra  cosa. Se trata de postular el retorno de la pintura como estrategia simbólica. A diferencia de Warhol, Terán es un pintor-pintor que no se eclipsa tras su obra ni mantiene una actitud indiferente y fría hacia ella, sino que comparte con Leonardo da Vinci la fe inquebrantable en que todas las cosas caben en el universo de la pintura, siendo ella misma un universo. Sus tributos, que adoptan la forma de pastiches, pero no lo son. El amor y no la ironía mueve su pincel.  Los artistas que elige para rendirles tributo son admirados por él (Francis Bacon, Bansky, Marc Chagall, Jean Dubuffet, Lucio Fontana, Francisco de Goya, Lucian Freud, Keith Haring, David Hockney, Robert Indiana, Jaspers John, Ives Klein, Kusama-Velázquez, Roy Lichtenstein, René Magritte, Roberto Matta, Joan Miró, Pablo Picasso, Jackson Pollock, Joaquín Sorolla y Andy Warhol). La lista no puede ser más heterogénea. No sigue ningún orden. Rinde homenaje a aquellos artistas a quienes admira, aun cuando su propia obra no guarde relación alguna con la de ellos. La heterogeneidad de sus preferencias es patente y viene a darle la razón a E. Gombrich, para quien no hay arte sino artistas. Este nominalismo a ultranza le lleva a saltarse las categorías estéticas así como las cronologías.  La única nota común de los destinatarios de sus tributos es el hecho de pertenecer al arte del siglo XX; aunque tampoco respeta estrictamente el marco cronológico. Otro tributo singular es el que rinde al Shunga, arte erótico japonés que se popularizó en un periodo que abarca desde el siglo XVIII hasta principios del siglo XX. Terán  no trabaja con la categoría de lo original, sino con la de la copia, aunque lo que hace no es, propiamente, una copia. Hay un eco en su obra de una tendencia llamada apropiacionismo que se desarrolló en el periodo posmoderno, durante los años ochenta  y noventa del siglo XX, siendo el crítico Donald Crimp y la fotógrafa Sherrie Levine sus adalides. La denominación denota, precisamente, el sesgo irónico de tales creaciones, que cuestionaban la idea de autoría y autenticidad.  Se trataba de realizar obras a partir de imágenes pertenecientes a otros artistas, de ahí el uso del término. La renuncia a ser originales es, paradójicamente,  lo que estos artistas posmodernos postulaban. No había interioridad o metafísica en sus obras, tampoco encontraremos estas categorías estéticas en los tributos de Terán . Sin embargo, la negación del mundo interior no se formula en Terán como un recurso irónico o conceptual. La idea misma del tributo implica admiración y amor, como dijimos anteriormente.  Tampoco afloran rasgos narcisistas o autoexpresivos en su obra. Lo que sí se advierte en ella es un poderoso antinaturalismo de inequívoca raíz moderna. No es una casualidad que antes de realizar esta serie pintara paisajes urbanos. Antiguamente se decía que el arte era una imitación de la naturaleza; luego, que la naturaleza imitaba el arte (Oscar Wilde). Pero lo que  Terán plantea es otra modalidad de mimesis: el artista imita al artista. Pero no a la manera medieval, como exenplum, sino estableciendo una distancia con el objeto de la representación, la cual le permite mantener el control sobre el acto creativo, evitando que la mera semejanza sea el eje de su propuesta estética.

    Al dialogar  con algunos artistas del pasado Terán como si las obras de estos fuesen  paisajes.  Quiero decir que la actitud del artista al rendir estos homenajes  es análoga a la que plantea el paisajista que coloca su caballete ante la naturaleza. Pero la diferencia entre la propuesta de Terán y la de un paisajista radica en que éste al copiar la naturaleza puede modificarla pero no criticarla. Las imágenes del paisaje pueden ser modificadas, pero no criticadas. Se critica al hombre y a sus obras, pero no a la naturaleza. Debo aclarar que cuando empleo la palabra crítica excluyo cualquier connotación satírica. La función crítica connota conocimiento, y en el arte, como es sabido, lo que se da a ver (donner à voir, como decía Paul Éluard), si está inspirado en el amor o la admiración, no puede adoptar la forma de un conocimiento racional, sino intuitivo. A este respecto, me remito a una sentencia de Charles Baudelaire:  la mejor crítica de un cuadro es un poema. Por su parte, Terán sostiene que la mejor crítica de un cuadro es otro cuadro. En esto radica precisamente su originalidad. Es evidente que en dicho ejercicio de crítica Terán introduce siempre una nota personal, pero muy discreta y sutil. Los modos de este ejercicio de tributo al arte del pasado revelan, como digo, una gran sutileza. Esto es algo que puede pasar desapercibido para el espectador.  El secreto está en los detalles que el artista introduce en la composición, los cuales  funcionan como si fueran  pistas o instrucciones de uso que nos indican cuál es el significado de sus tributos. Pondré algunos ejemplos. Véase la relectura que hace del perro enterrado de Goya. Hay en este tributo un detalle que resulta enigmático: el manojo de llaves que alude a la Quinta del Sordo. Terán nos está diciendo que el perro no es otro que el propio Goya, puesto que las llaves son las de su casa. Al asociar la imagen del perro inmovilizado con las llaves de su casa, está planteando la idea de que las penas que padecen los seres humanos tienen que ver, acaso, con el hecho de que saben donde están las llaves que pueden abrir la casa-cárcel que ellos mismos se han construido. Lo saben, pero no consiguen acceder a ellas. Así es como el perro contempla angustiado las llaves que pueden liberarlo. Es una alegoría de la impotencia. En el tributo a Picasso, representa un cuadro realizado “a la manera” de este artista cuya ubicación es extraña, pues se encuentra colgado al fondo de un estrecho pasillo de una casa de pisos cualquiera. En otra ocasión vemos al autor de El Guernica  de espaldas, mientras contempla ensimismado una obra de Antonio Saura, el Retrato de Dora Maar, que es una versión de un cuadro suyo del mismo título. El juego que plantea es sutil, porque obviamente Picasso no está contemplando el retrato que él mismo hizo de Dora Maar, su compañera de entonces, y cuyas lágrimas constituyen el verdadero sujeto del mismo, sino que se encuentra ante el “tributo” que Antonio Saura, picassiano confeso, hizo del mencionado retrato de Picasso. Se trata, por consiguiente,  de un tributo de un tributo. A saber: Saura rinde un tributo a Picasso, éste lo reconoce como tal, y al contemplar la obra del pintor aragonés establece probablemente una comparación de este retrato de Saura con el suyo. Picasso, el gran creador es ahora espectador de una obra que, al mismo tiempo, fue pintada como un tributo hacia su obra. Tal vez pensara entonces en Dora Maar y en las causa de su llanto. Finalmente, Terán, asumiendo el papel de un testigo o notario, asiste a este encuentro y rinde así un homenaje a ambos creadores. En realidad el origen de este enfoque hermenéutico está en las Meninas de Velázquez (véase el brillante estudio de Foucault), cuyo tema no es otro que la relación que existe entre el acto de pintar y el acto de mirar.  Cuando representa a Lucian Freud, sorprendido en el trance de contemplar en su estudio la imagen de unos zapatos viejos, evoca a Van Gogh, de quien, como es sabido, los zapatos viejos son una genial elipsis.  Terán nos viene decir que hay una relación entre ambos artistas.

    La obra de Terán es a la vez referencial y autorreferencial.  El secreto reside, como hemos dicho,  en los detalles. Terán es un gran compositor. Quizá esto explica el tributo que rinde al arte erótico japonés llamado Shunga, al que ya hemos hecho referencia. Los artistas de esta escuela cultivaban las elipsis y el juego sutil entre lo explicito y lo implícito. Tal refinamiento no se conocía en el arte occidental,  y por eso causó tanto impacto esta pintura entre los impresionistas y simbolistas franceses cuando fue conocida a fines del siglo XIX. Los detalles exigen por parte del espectador una complicidad que no siempre es fácil de alcanzar. Lo más sencillo es decir que estos cuadros no son sino copias de obras de otros pintores admirados por él. Velázquez también sabía que el arte de la pintura es difícil, tanto como es el acto de interpretarla. Mucho antes, Platón había dicho que “la belleza es difícil”.

    En definitiva, el enfoque de Terán implica una fe absoluta en la pintura como arte simbólico. Para hablar de la obra de otro artista el pintor no necesita de la mediación de la palabra, basta con que ejecute una réplica de una de sus obras.  Parece algo fácil, pero esa facilidad es engañosa. Véase la relación que establece entre las calabazas de Kusama  y las Meninas de Velázquez. A partir de una analogía formal entre una calabaza pintada por esta creadora japonesa y las holgada falda de una infanta de Velázquez, salta la chispa de la belleza.  Este juego evoca al mismo tiempo una metamorfosis prodigiosa e insólita. La analogía es una de las claves del arte simbólico de la pintura. Podríamos preguntarnos cómo se puede generar un acto creativo a partir de una imagen que ya de por sí es suficientemente rica y elocuente.  Veamos otro ejemplo. Cuando se enfrenta a la obra de Lucio Fontana, le “da la vuelta” al significado de sus famosas incisiones en la tela, y las convierte en sombras pintadas. Gracias a esta inversión, el resultado no es un Fontana sino un Fontana pintado por Terán. Igual que un campo de amapolas pintado Monet no es una copia del mismo, sino un acto creativo que proclama la omnipotencia de la mirada de Monet. En el caso de sus versiones de Fontana se pone de manifiesto lo que podríamos llamar “la omnipotencia de la pintura”. El gesto más relevante de Fontana consistía en rasgar la superficie del cuadro, pues bien, Terán dice lo contrario: si esa ranura genera un vacío en sombra, ¿por qué no pintar esa sombra? Es decir, ¿por qué no sugerir que esa hendidura o grieta operada en el lienzo existió o existe puede por ello ser evocada de un modo simbólico, como una sombra? Todo está en la pintura, todo se puede decir por medio de la pintura. A partir de esta pregunta cabe hacerse otra: ¿por qué es mejor una hendidura real que otra pintada? Subyace aquí la consabida impugnación que la estética de vanguardia lanza contra la estética del impresionismo y del naturalismo, según la cual nada había más condenable que el ilusionismo en el arte.  Lucio Fontana optó por la imagen del lienzo rasgado. No se equivocó,  pero repetir este gesto hasta la saciedad hubiese sido una torpeza. Vemos así hasta dónde alcanza la sombra de la epistemología platónica: una silla pintada es un sucedáneo, por eso sostenía éste que la pintura es inferior a la artesanía, ya que el artesano nos da el original, la silla construida, mientras que el artista se limita a producir un engaño, una ilusión, una mentira. ¿Por qué es más veraz la imagen de un lienzo rasgado que otro que sugiera la existencia de esa desgarradura mediante una sombra? Terán no pretende impugnar al hallazgo lingüístico de Fontana, sino dialogar con él; y ese diálogo adopta la forma de un juego.

    Cerraré esta crítica volviendo a la referencia inicial de este texto crítico: la idea de Arthur Danto sobre el fin del arte. En el prefacio de su libro pone el siguiente ejemplo para definir qué arte cabe esperar después del fin del arte. Se trata de una obra del pintor David Reed, cuyo titulo es #328, de 1990 y que eligió como portada para su libro.  Consiste en un tributo del citado artista a la película Vértigo de Hitckock, que data de 1956. Tal era la admiración que Reed sentía por dicho film que modificó uno de sus fotogramas, convirtiéndolo en un cuadro a partir del cual hizo una instalación que reproducía el espacio del  dormitorio en la que se desarrolla una de las secuencias de la citada película.  En dicha instalación, el fotograma modificado de la película de Hitchkock se reproducía en un televisor barato, como los que se encontraban entonces en los hoteles de la época. Era un tributo de Reed a Hitchkock. Así es como se presentó por primera vez esa imagen modificada en una exposición retrospectiva de la obra de Reed que tuvo lugar  en el Kólnischer Kunstverein  de Colonia. Pues bien, algo análogo hace Terán, pero estableciendo una transposición no de una imagen fílmica original  al espacio de una instalación, sino de un cuadro a otro. Las diferencias entre la propuesta de Terán con la estrategia simbólica de Reed, y también con la glosa filosófica que de la misma hizo Danto, es evidente. Pero si bien este aprobaba la versión apropiacionista de Reed, seguramente no hubiera admitido la propuesta de Terán, pues en el citado prefacio de su libro sobre el fin del arte vino a decir lo siguiente a modo de conclusión: “Glorificar el arte de los periodos previos, por más gloriosos que hayan sido, es desear una ilusión como la de la naturaleza filosófica del arte”. Pues bien, Terán glorifica el arte del pasado.  ¿Y por qué no ha de hacerlo? –me pregunto yo-.  Como profeta de la posmodernidad, Danto se mofa en dicho prefacio del determinismo de la vanguardia, cuestionando las tesis formalistas de Clement Greemberg , a la vez que manifiesta él mismo idéntica actitud dogmética al decretar que, de  ninguna manera,  se puede “glorificar el arte del pasado”. No sabría calificar este argumento sino como un prejuicio filosófico del autor. Del amor confeso a la historia y a sus glorias no hay que arrepentirse ni avergonzarse. Por otra parte, viendo los Tributos de Terán, nadie puede pensar que este artista preconiza una vuelta al pasado solo porque manifiesta su admiración por aquellos artistas a los que, sin el menor complejo, se atreve a llamar “genios”, no son meras copias, ya que están realizados con su propia técnica, introduciendo además variaciones en virtud de las cuales el original queda modificado, siendo dicha modificación un acto creativo en sí mismo.  Todos sabemos que aquel pasado glorioso no volverá, pero no veo ninguna razón para negarse a rendirle tributo a aquellos artistas cuya genialidad trasciende al momento histórico que les tocó vivir. Ya lo decía Baudelaire: toda obra de arte tiene un lado eterno y otro transitorio o histórico.

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